Estamos en FEBRERO, mes del Azafrán y de la Humildad en este Blog.
Comparto con vosotros este magnífico artículo que Alejandro Rubio ha escrito para "Nosotros: las personas", tratando la temática de este mes. Ante todo, agradecer la amabilidad con la que Alejandro se ha prestado a escribir estas líneas e invitaros a todos a descubrir su trabajo en el siguiente enlace: "El sueño del héroe"
Hace unos días contactó conmigo Alex González, dueño de este blog. Lo hizo
a través de un amable y sencillo correo electrónico, y me proponía una
colaboración bloguera. Así que aquí estoy, escribiendo por primera vez para él.
O para vosotros, que leéis a Alex, y que quizá porque le leéis me estéis
leyendo hoy a mí.
Me contaba Alex que cada mes escribe sobre una temática (un valor) y un
condimento alimentario. Este mes de febrero, el azafrán y la humildad. Es por
ello que en este artículo intentaré hablar de humildad.
Solemos decir en coaching que las cosas no se intentan, se hacen. Pero… he de reconocer que no me resulta nada fácil hablar de una virtud tan grande como la humildad. Por eso decía que intentaré hablar de ella. Me venía a la cabeza, leyendo la explicación de Alex sobre por qué el azafrán es el condimento que ha elegido este mes, otro condimento, la sal, ejemplo, al menos para mí, de humildad. La sal está en casi todas las comidas, pero no se nota. De hecho, si se notara, el alimento en cuestión ya no estaría bueno. Sin embargo, si la sal no está, en su justa medida, entonces la comida pierde sabor. La sal, por tanto, está, es necesaria, pero no llama la atención.
Algo así es, creo, la humildad. O, mejor dicho, una persona humilde.
Alguien humilde hace lo que tiene que hacer, cumple con su trabajo, con sus obligaciones
(de empleado, de jefe, de padre, de hijo, de hermano, de amigo), pero no se
jacta por ello, no va presumiendo por ahí de sus logros. Alguien humilde,
cuando sabe más que otro, no se pone por encima, no se engríe con su sabiduría.
Lo más que hace es ponerla al servicio de los demás, por si puede ayudar en
algo.
Acaba de salir una palabra fundamental, que es propia de los humildes: el
servicio. Para una persona humilde, servir es lo normal. Una persona falta de
humildad, en cambio, suele pensar que ha nacido para ser servida. Suelen ser
personas que van por el mundo pensando que están solos, y que los demás deben
retirarse a su paso, e incluso hacerles reverencias. Una persona humilde, en
cambio, está pendiente de los demás, por si sus capacidades pueden servir de
ayuda. Eso sí, cuando esta persona se da cuenta de que no puede conseguir algo
por sí misma, no le duelen prendas pedir ayuda, reconocer que no sabe. ¡Ay, la
declaración del “no sé”, cuánto nos cuesta! Lo vemos en tertulias, reuniones familiares
y de amigos, comidas de empresa… Todo el mundo sabe de todo, y si no sabe, se
lo inventa. Todo el mundo se cree en su derecho a opinar de lo que sea,
independientemente de que sea un experto en la materia o un profano. Y vemos a
personas sin estudios opinando de astrofísica, o a licenciados en lo que sea
sentando cátedra sobre materias que nada tienen que ver con su especialidad.
La humildad nos evita caer en esos excesos, que, en definitiva, lo que
suponen es hacer el más espantoso ridículo. Lo malo es que vivimos en una
sociedad en la que se lleva eso, hacer el ridículo, y hacerlo con la cabeza
alta, como si se sintieran orgullosos por ello. Justo lo contrario de lo que
predica la virtud de la humildad.
Un jefe humilde sabe que la mejor forma de ejercer su mando es ponerse al
servicio de sus subordinados; un padre, una madre humildes, hacen lo mismo con
sus hijos; un amigo humilde está pendiente de las necesidades de sus amigos y
de ver si puede ser útil. Al mismo tiempo, estas personas, como decía más
arriba, piden ayuda cuando lo necesitan. No se creen que lo saben todo, que lo
pueden todo, que son autosuficientes y omnipotentes. Son conscientes de sus
debilidades.
Pero igual que son conscientes de sus debilidades, lo son también de sus
capacidades, de sus habilidades, de las cosas que saben hacer bien, y se las
reconocen a sí mismos. A veces confundimos la humildad con una suerte de
necesidad de permanecer callados, escondidos, agazapados. Siempre callados, sin
decir nada a no ser que se nos pregunte. Pero eso no es la humildad. Me
atrevería a decir, incluso, que el hecho de no reconocer las capacidades
propias va contra la humildad. La persona humilde no se cree más que los demás,
pero tampoco se cree menos. Reconoce sus debilidades, sus carencias, pero
también sus fortalezas y sus capacidades.
Podrían decirse muchas más cosas sobre la humildad, tantas que el artículo
se haría interminable. Pero para no alargarme más, me gustaría terminar
relacionando la humildad con el amor. Hay quien se cree grande y poderoso
porque sabe más que los demás, y se pone por encima de ellos, mirándoles por
encima del hombro. Actitud claramente opuesta a la humildad. Lo que nos hace
grandes no es la sabiduría, la cantidad de conocimientos y de cultura que
hayamos podido acumular a lo largo de una vida. Lo que nos hace grandes es el
amor, el ser capaces de comprender, de acoger, de cuidar, de proteger al débil.
Y eso, especialmente si se sabe mucho, sólo es posible siendo humildes. Decía
San Pablo que la ciencia hincha, pero la caridad edifica. Caridad y humildad,
humildad y caridad, dos virtudes, para mí, que van íntimamente unidas.
Termino ya, con algo que siempre me ha dado mucho que pensar. La humildad
es una virtud esquiva. Y es que, cuando uno se cree humilde, acaba de dejar de
serlo. ¿Qué piensas tú?
Coach ontológico
www.elsuenodelheroe.com
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