Hoy vuelvo a hacer una
llamada a la reflexión a partir de la siguiente contradicción: “pretendemos que
exista cooperación en una sociedad altamente competitiva”.
Mientras que competir
conlleva la lucha por un interés u objetivo común con la única finalidad de que
exista un ganador y un perdedor, cooperar o colaborar implica establecer cierta
justicia para que ambas personas o grupos salgan ganando.
Los modelos competitivos son modelos inflexibles y rígidos desde el momento en el que siempre
tiene que haber un ganador y un perdedor. Hay un claro interés personal sustentado
en el egoísmo, en la falta de empatía y en un pensamiento muy a corto plazo,
justo hasta el momento de alzarse con el triunfo.
Los modelos cooperativos, en
cambio, son modelos flexibles en los que la comunicación entre los agentes es
clave a la hora de establecer un acuerdo que permita un final en el que ambos
ganen a partes iguales o al porcentaje que ellos mismos establezcan en ese acuerdo.
Es un claro modelo basado en el ganar-ganar (win-win).
¿Qué ocurre con nuestro
modelo educativo tradicional? ¿Qué ocurre en los empleos donde se premia a los
empleados por su rendimiento individual? ¿Qué vemos en nuestros políticos
cuando debaten sobre temas de alta importancia?. Está claro que en estos tres
casos se fomenta la competitividad versus la cooperación.
Los valores que se nos
inculcan en la escuela están basados en la teoría de la cooperación: debemos
ponernos en el lugar del otro, hay que mirar por el bien común, educación para
la ciudadanía, ética, trabajo en equipo… en fin, mil y una formas teóricas de
inculcarnos colaboración entre personas. Pero ¿qué ocurre en la práctica?. El
modelo educativo fomenta que los niños se comparen constantemente entre ellos
(quién es el más listo de la clase, quién el mejor jugador de fútbol a la hora del
recreo, quién el que mejor dibuja…), queriendo cada cual destacar por encima de
los otros y sacar las mejores notas, ser el máximo goleador o ser el que
obtenga el premio en el concurso al mejor dibujo que se celebre. Además con el
factor añadido de que todos quieren captar la atención de un mismo agente, el
profesor, quien tiene decisión propia para manifestar públicamente la
excelencia o la no excelencia de los alumnos.
En el trabajo, cuando el
rendimiento personal es valorado en términos de producción sin atender al
método ni al proceso, los empleados luchan por lo que el sistema les obliga a
luchar: producir cuanta más cantidad mejor, porque de ella dependerá la retribución
o mérito que se obtengan. Una política retributiva basada sólo en lo
cuantitativo y no en lo cualitativo conlleva a que no exista el trabajo en
equipo, a que los trabajadores pierdan cualquier conexión de sinergias con sus
compañeros y pierdan totalmente la empatía y la comunicación interpersonal que
tan necesarias son para fomentar el compañerismo y el buen clima laboral.
Por último, en un
bipartidismo político tan manifiesto como el que tenemos en España, las
decisiones que puedan tomar los Gobiernos del PSOE y del PP cada vez que suben
al poder son totalmente contradictorias: “pusiste la ley del aborto, ahora yo
te la quito”; “dijiste que el sistema educativo iba a ser así, ahora yo te lo
desmonto y lo pondré asá”… y así
vamos, así nos tienen, como un rebaño de ovejas que sólo hacen que seguir al
pastor que ahora les ordena hacia dónde caminar, sin darnos cuenta de que lo
que deberíamos hacer es no decantarnos ni por los unos ni por los otros en las
próximas elecciones, sino buscar una alternativa más cooperadora y no tan
competitiva que nos permita avanzar y no retroceder en cada paso que dimos años
atrás.
Cuando en la escuela, en la
empresa y en la sociedad política, que son los tres ejemplos que saco a la
palestra en el artículo de hoy, los componentes competidores no son capaces de
lograr por sus propios méritos ser los mejores, es entonces cuando desplazan la
competitividad hacia un punto mucho más peligroso: el personal. El
individualismo, que obliga a tener un modelo competitivo, lleva a buscar los
trapos sucios y a meter el dedo hasta el fondo de la llaga del oponente con tal
de salir fortalecido: el friki en el colegio, el pelota en el trabajo o el
mujeriego en la política son sin duda reacciones viscerales a la imposibilidad
de llegar a los objetivos que el modelo competitivo está marcando. Se pierden
los valores, se pierde la justicia y se pierde la educación, continuando por un
camino en el que hacemos las cosas mucho más difíciles de lo que podrían haber
sido, consiguiendo quizás logros a corto plazo, pero habiendo pisoteado al otro
y habiendo generado a la larga frustración a ambos: al uno por no haber ganado y
al otro por haber sido maltratado por el simple hecho de ser el que más
destacaba en esa lucha impuesta.
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