¿Has tenido un mal día? ¿Es hoy uno de esos días en los que piensas que mejor no te hubieras levantado? No sólo eso, ¿sino que lo que estás teniendo es una mala racha?
Todos tenemos momentos así, y los seguiremos teniendo,
porque uno de los grandes defectos del ser humano es idealizar, es querer
llegar a la utópica cúspide de eso a lo que llamamos “felicidad”.
Pero, ¿qué es exactamente la felicidad?. Puedes entrar en
Google y rebuscar entre las 69.700.000 entradas que aparecen, puedes acudir a tu diccionario de referencia,
puedes preguntarle a un niño o a la persona más longeva que conozcas, puedes incluso
recoger definiciones por diferentes culturas, religiones y tiempos a lo largo
de la historia… y nunca vas a encontrar la verdadera definición de lo que es la
felicidad. Simplemente, porque no existe; porque la felicidad la creas tú mismo
en tu interior y el valor y sentido que le das a ese estado de felicidad que en
un momento estás experimentando puede ser similar o diferente al que otra persona
le esté dando a esa misma causa.
Durante mucho tiempo he tenido la oportunidad de observar la
felicidad a través de la comunicación no verbal que transmiten las personas
ante ciertos estímulos. He visto la felicidad en los ojos de un niño egipcio al
que le regalaba un bolígrafo, he visto la felicidad en la mirada de mi abuela
cuando le hacía una visita por sorpresa, he visto la felicidad en una madre en
paro a la que le ofrecía un puesto de trabajo… y así podría seguir horas. Pero
también he visto todo lo contrario (no me atrevo a ponerle nombre) en unos
niños que abrían decenas de regalos el día de Navidad, en personas a las que
intentabas sorprenderles con una visita y en otras a las que les estabas
ofreciendo una oportunidad laboral que estaban buscando desde hacía meses.
La felicidad es exclusiva de cada persona, es única, autogestionable,
pero a la vez muy difícil de manejar. Cuando nos planteamos conseguir un
objetivo y lo alcanzamos, seguramente experimentamos nuestro momento de
felicidad, pero ese momento es efímero porque automáticamente nuestro cerebro
está trabajando para formular una nueva meta. Volvemos pues a un estado de búsqueda
y ejecución de pasos para alcanzarla y, cuando lo hayamos conseguido, volveremos
a saborear efímeramente la felicidad que nosotros mismos nos hemos creado,
puesto que enseguida comenzará el ciclo con la visión centrada en un nuevo objetivo.
Y así funcionamos, así vivimos toda nuestra vida, poniéndonos
metas en casa, en el trabajo, en el deporte, en las relaciones… porque esas
metas son los agujeros negros en los que navegamos durante un determinado
tiempo experimentando lo que para nosotros es felicidad. El combustible que nos
ha permitido llegar a alcanzar esa meta desde el momento en que nos la
propusimos es la motivación, de la que hablaré próximamente.
Por cierto, a todas las preguntas que abrían esta entrada quiero responderte con la voz de Stuart Little:
“Recuerda que detrás de cada nube hay un rayo de sol”
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