Atrás ha quedado, al menos
eso parece en nuestra cultura, que no sea propio de los hombres el mostrar nuestras
emociones. El miedo, la ira, la tristeza, la alegría, la sorpresa y el asco o
desprecio son emociones universales que todos alguna vez sentimos y, ¿por qué
no expresarlas cuando se están sintiendo?
Ese tópico ancestral que
sobre todo los del género masculino hemos escuchado alguna vez siendo niños
cuando llorábamos, sigue existiendo en muchos contextos empresariales en pleno
siglo XXI.
Parece mentira que sigan
existiendo organizaciones en las que el factor emocional no sólo no se tenga en
cuenta ni se gestione, sino que además se considere ajeno a cualquier aspecto
laboral. Los estados de ánimo influyen en nuestro desempeño laboral desde el
mismo momento que se consideran la base de todas nuestras decisiones. Y es que
cualquier decisión que tomemos afecta a la calidad de las relaciones que
establecemos, a las actitudes que demostramos y, por supuesto, al rendimiento
que ejecutamos en el trabajo. Siendo así, ¿acaso no crees importante la
relevancia de las emociones en el contexto laboral?
Si las emociones son nuestro
motor de actuación ¿qué de malo tiene que las mostremos?. En el interior de
cualquier persona son las emociones las que deciden. Si por imposición o por
propia decisión las mantenemos ocultas difícilmente quienes nos lideran y
acompañan (jefes, directivos, compañeros, clientes…) podrán entender qué nos
ocurre y el porqué estamos ejecutando una determinada tarea de un modo u otro.
Por el contrario, el sacar nuestras emociones y sentimientos a flote nos ayuda
a no sentirnos inhibidos y a no sentirnos sobrecargados emocionalmente; además
que facilita que los demás empaticen con nosotros y, dado el caso, nos apoyen y
asesoren.
La empresa con su cultura y
sus valores y el empresario con sus prejuicios y su subjetividad deben llegar a entender que las emociones son impulsos a la acción y la acción bien efectuada
es la base del negocio. Presuponemos que cualquier empleado quiere efectuar su
trabajo lo mejor posible tanto por su propio interés de autorrealización como
por el interés del buen funcionamiento del negocio, que además le asegura la
continuidad en la empresa. Por lo tanto es un error llegar a pensar que el mal
comportamiento de un empleado se debe a un simple “no querer hacer las cosas
bien”. Detrás de ese comportamiento existirá, seguramente, una falta de
motivación, de interés o de problemas personales que deben ser estudiados y
gestionados oportunamente antes de sacar conclusiones totalitarias y erróneas.
No debemos olvidar que todo se puede llegar a complicar un poco más, ya que
el sentimiento de una persona puede fácilmente hacerse viral y contagiar a
otros que tenga al lado, incluidos los propios clientes. En este caso, el clima
laboral será el termómetro que nos indique, en positivo o en negativo, si la
gestión emocional se tiene en cuenta y forma parte en el cometido empresarial
de esa organización.
No hay comentarios:
Publicar un comentario