Antes de comenzar, quiero compartir algo
que ya hice en 2022 cuando nació mi primera hija: decidí entonces pausar
temporalmente mis publicaciones y respetar el momento antes de compartirlo.
Esta vez, con el nacimiento de mi segunda hija, ha sido la segunda vez que he
tomado la misma decisión. Por eso, mi pausa temporal en publicar en el blog,
porque como dije entonces, y repito hoy: lo primero sigue siendo lo primero.
Han pasado ya bastantes meses desde que escribí la entrada ‘Lo primero es lo primero’ en la que hablaba del nacimiento de mi primera hija, de la falta de tiempo, de la necesidad de poner prioridades claras y de cómo la vida, en un momento dado, te coloca frente a un espejo y te recuerda lo verdaderamente importante. Desde entonces, muchas cosas han cambiado, entre ellas que hace apenas unos días he vuelto a ser padre. Y una vez más, todo se recoloca. La familia sigue ahí, en lo más alto de la lista. Y uno mismo también. Pero esta vez, además de vivirlo en lo personal, me he visto reflexionando aún más desde lo profesional, sobre cómo las empresas, y quienes estamos dentro de ellas, seguimos teniendo una tarea pendiente: entender que las personas somos personas antes que empleados.
A veces parece que hay que recordarlo como si fuera una novedad: nadie trabaja por el placer de asistir a reuniones o enviar informes. Trabajamos por lo que hay fuera del trabajo. Por nuestras familias, por nuestros hijos, por nuestros mayores, por nuestras pasiones, por tener un futuro más tranquilo. Y sin embargo, se sigue premiando lo contrario: quien más horas echa, quien se queda hasta el final, quien sacrifica más de su vida personal. Como si eso fuera sinónimo de compromiso. Como si dejarte la piel fuera un fin en sí mismo, y no algo que uno hace cuando siente que está en un lugar donde merece la pena hacerlo.
Cada vez oigo más hablar de
conciliación. Es una palabra que se está desgastando de tanto usarla mal.
Porque no es conciliación dejarte salir media hora antes un día puntual y
pensar que con eso ya está pagada la deuda. Tampoco lo es trabajar desde casa si
eso implica estar más disponible que nunca. Y mucho menos lo es cuando después
hay miradas, comentarios o silencios incómodos si alguien decide priorizar su
vida personal. Eso no es conciliación. Es poner una tirita a una herida que
necesita puntos de sutura.
Conciliar de verdad implica respeto.
Respeto por el tiempo de las personas, por sus ciclos vitales, por sus
necesidades emocionales, por su salud mental. Conciliar no es hacer favores, es
crear un entorno donde nadie tenga que pedir permiso para vivir. Hay empresas
que lo están entendiendo, que empiezan a hacer cambios reales, que confían, que
permiten flexibilidad sin letra pequeña, que entienden que una reunión puede
esperar pero un momento con tu familia, no. Pero aún quedan muchas empresas que siguen
confundiendo control con gestión, exigencia con productividad, y obediencia con
compromiso.
Cuando un empleado se siente cuidado, respetado y valorado también en su esfera personal, es cuando de verdad empieza a comprometerse. Y lo hace de una forma genuina, porque no somos compartimentos estancos que podamos separar fácilmente. Lo que pasa en casa se viene al trabajo, y lo que pasa en el trabajo se va a casa. Por eso, cuando alguien tiene un buen día en lo laboral, eso también repercute en su vida personal, y al revés.
Como dije entonces, todos tenemos las
mismas 168 horas a la semana. La diferencia está en cómo lo usamos y qué lugar
damos a cada cosa. Lo primero sigue siendo lo primero. Y por mucho que duela escucharlo a veces desde las direcciones o propiedades de las compañías, lo primero casi nunca es el trabajo. Es tu
hija o hijo, tu pareja, tu salud, tu paz mental. Y quien no entienda eso,
probablemente está condenando a su equipo a vivir con el freno de mano puesto.
Trabajar bien no es solo cumplir objetivos. Trabajar bien es hacerlo desde un
lugar donde uno se sienta cómodo, valorado y, sobre todo, humano.



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