A lo largo de mi trayectoria profesional
he sido testigo de cómo en muchas empresas a ciertos empleados se les otorga el
rol de jefe y, con ello, una sensación de poder que a veces se les sube a la
cabeza. Es triste y preocupante ver cómo se confunde el título de jefe con el
rol de líder, olvidando que un verdadero líder no necesita de jerarquías para
ganarse el respeto y el compromiso de su equipo. Son personas que sufren de titulitis.
Recientemente, he sido de nuevo testigo de situaciones en las que el ascenso a una posición de poder transforma radicalmente a compañeros y compañeras de trabajo, personas que hasta entonces habían sido cordiales y cercanas. Al recibir el título, sin embargo, comienzan a asumir actitudes autoritarias, prepotentes y arrogantes, basadas en la imposición más que en la inspiración. Aunque esta situación es difícil de controlar de manera anticipada durante el proceso de decisión del nombramiento, lo más preocupante, cuando ya es evidente este cambio de rol o de actitud, es que la dirección no sea capaz de detectarlos o bien, aun habiéndolos detectado, no intervenga, muy probablemente porque no quiere hacer evidente el error cometido. Esto, sin duda, crea un ambiente tóxico en el equipo, que no tarda en ver disminuido su rendimiento y en afectar los objetivos de la empresa.
La realidad es que no todo jefe es
automáticamente un líder. Para que alguien asuma una posición de liderazgo, es
crucial realizar un análisis exhaustivo de su potencial en términos no solo de
habilidades técnicas o experticia en la empresa, sino también de
aquellas habilidades directivas y sociales que serán indispensables para
gestionar un equipo. Sin este trabajo previo, el riesgo de generar un mal clima
laboral es altísimo.
Aquí es donde entra en juego el papel
fundamental de las áreas de recursos humanos. En varias ocasiones, he observado
cómo las decisiones de asignación de cargos de mandos se toman exclusivamente
desde la dirección general, bajo la premisa de que, por estar en la cima del
organigrama, cuentan con la capacidad de tomar las mejores decisiones. Sin
embargo, como decía anteriormente, el liderazgo no siempre se correlaciona con la jerarquía,
y una mala elección en estas posiciones puede llegar a sacudir la estructura de
la organización en su conjunto.
Dejar en manos de RRHH esta tarea es vital, o como mínimo creo necesaria su participación en la toma de decisiones, porque son los profesionales que mejor pueden analizar no solo las competencias técnicas, sino también el potencial humano de los candidatos a mando. Esto implica una labor minuciosa de selección, de evaluación de habilidades blandas, de liderazgo y de inteligencia emocional, factores que son críticos para desempeñar el rol de jefe con éxito y construir equipos motivados y eficientes.
Desde esta perspectiva, agradezco cada experiencia que he vivido en entornos donde estos errores se han cometido, pues me sirven para fortalecer mi visión profesional y mi compromiso en la construcción de un entorno laboral sano y productivo. Simplemente, el truco está en aprovechar estas malas praxis directivas para aprender de los errores observados y no cometerlos a lo largo de mi trayectoria profesional.
Hace ya unos meses, junto a mis colegas Luis David Tobón y Blanca Correa, recogimos este tipo de vivencias y aprendizajes en el libro "Sofía, entre espejos y espejismoscorporativos", un proyecto que refleja el esfuerzo por transformar las malas praxis en buenas prácticas y que, a mi parecer, es un recurso valioso para cualquier organización que quiera potenciar un liderazgo auténtico y genuino.
Como directivos, como gestores de personas que somos, debemos ser conscientes que elegir a un jefe no es suficiente, sino que debemos aspirar a elegir y formar líderes que inspiren y que sepan conectar con sus equipos.
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