La Navidad, que lleva implícitos
mensajes de unión, amor y esperanza, es una época que despierta emociones, a
menudo, contradictorias. Para muchos, es un tiempo de celebración, de
reencuentros y de risas. Pero, inevitablemente, también es una temporada que
nos enfrenta con la ausencia al ir viendo cada vez más sillas vacías cuando nos
juntamos en las reuniones familiares.
A medida que pasan los años, la Navidad puede transformarse en un espejo de nuestras pérdidas. Aquellos que amamos y que solían formar parte de nuestras celebraciones quizás ya no están físicamente con nosotros, dejando un vacío que parece imposible de llenar. Estas ausencias nos invitan a reflexionar sobre el tiempo, sobre los momentos que compartimos, sobre el dolor de continuar sin ellos y sobre la obviedad de que algún día seremos nosotros quienes también dejaremos nuestras sillas vacías.
Es natural sentir tristeza o melancolía
al recordar las risas, las historias y los abrazos que ya no podemos repetir.
Esos sentimientos son normales y son parte del duelo, un proceso que nunca desaparece del
todo, pero que aprendemos a integrar en nuestras vidas. Y es que la ausencia no
borra el amor; más bien lo transforma.
Sin embargo, la Navidad también trae
consigo nuevas oportunidades para iluminar la oscuridad. La llegada de nuevos
miembros a la familia, ya sea a través de nacimientos, relaciones o amistades,
nos recuerda que la vida sigue abriéndose camino. Estos nuevos integrantes
tienen derecho a disfrutar de la magia de la Navidad, y nuestra responsabilidad
es transmitirles ese espíritu, como algún día hicieron con nosotros.
Cuando los niños corren por la casa, cuando las risas reemplazan momentáneamente las lágrimas, nos damos cuenta de que estamos participando en algo más grande que nosotros mismos. Somos parte de un ciclo que ha existido en todas las familias, en todas las culturas y en todas las Navidades de la historia.
La Navidad nos obliga a sostener dos verdades al mismo tiempo: el dolor de lo que hemos perdido y la alegría de lo que hemos ganado. Y, en ocasiones, la pérdida y la ganancia ocurren en un espacio muy corto de tiempo, lo cual perturba aún más nuestro estado emocional. ¿Cómo podemos entonces encontrar equilibrio en este vaivén de emociones? La clave está en permitirnos sentir, en no reprimir ni la tristeza ni la alegría. Recordar a los que ya no están con cariño, y al mismo tiempo, abrazar a los que están presentes. Decorar el árbol, cantar villancicos, compartir la mesa: estos rituales son actos de resistencia ante la oscuridad.
En conclusión, la Navidad no se trata de borrar la tristeza, sino de integrar la luz y la sombra en un todo significativo, del mismo modo que hacemos el resto del año y durante toda nuestra vida.
Que esta Navidad, con sus momentos agridulces, sea un recordatorio de que la vida sigue girando y de que, a pesar de las pérdidas, siempre hay razones para celebrar.
¡Felices Fiestas!